
He estado de vacaciones y por lo tanto, desaparecida y alejada del ordenador. Llevo tres días intentando ponerme al día y lo logro a duras penas. Leyendo los blogs, me he topado con uno de Farala que me dejó levitando porque lo entendí al instante.
Antes que nada: felididades Faralilla, con retraso, pero felicidades. Veo que somos geminianas las dos.
Dudo en escribir esto, porque no quiero remover las penas de nadie, ni siquiera las mías, pero la sensación es más fuerte que yo.
Mi madre vive y yo la adoro hasta la extenuación. Ni por un segundo olvido que sigue en mi vida y la disfruto con toda la conciencia del mundo. Esa sabiduría me la proporcionó la muerte de mi padre. Una muerte que no esperaba bajo ningín concepto y que me quebró por dentro hasta límites insospechados. Hace veinte años, un mes y siete días.
No ha pasado un sólo día en el que no lo recuerde, ni uno. Así seguirá siendo hasta el mismo día en que yo deje de respirar. Y por todo este conocimiento gratutito, siento verdadero pánico al pensar en el día en que mi madre me abandone definitivamente, creo que enloqueceré nuevamente de angustia y que no seré capaz de superar una nueva pérdida de tal magnitud por segunda vez.
Cuando mi padre murió, lloré. Pero ni mucho menos todo lo que hubiera debido. Las circunstancias que me rodeaban no me lo permitían y me tragué todo aquel amasijo de sentimientos. Eso sí... a los seis meses, reventé en el lugar más inapropiado y sin ser capaz de retener aquel llanto que parecía no tener fin, ni piedad.
El día que mi padre murió fue un infierno de gente y familiares bien intencionados que nos estaban pulverizando con su presencia constante y sus peculiares consuelos. Mi madre estaba pasada de rosca y es el día de hoy, que no recuerda casi nada. Era la una de la madrugada y aquella gente no se iba de mi casa. Al final, mandé a mi madre a su cama y yo misma, me fui a mi habitación. El último que se fuera, que cerrara la puerta.
No sé el tiempo que habría dormido... creo que una hora. Me despertó el timbre de la puerta y me levanté como una zombie. Al abrir la puerta, me asusté, incluso retrocedí un paso hacia atrás por la impresión. Allí estaba mi padre, sonriéndome dulcemente y pidiéndome con un gesto de sus manos y lo suave de su voz, que no me asustara, que no pasaba nada. Me dijo que me quedara tranquila, que él estaba muy bien y que en realidad, lo único que le molestaba, era el hecho de sentir frío, por eso mismo, venía a por su cazadora. Lo dejé pasar, lo vi ir a por su chaqueta y lo vi marcharse con tranquilidad. La misma que sentí yo cuando me levanté por la mañana.
Siempre me han dicho que fue un sueño. Yo misma pensé que era un sueño mío en la desesperación por saber que de alguna forma, mi padre se encontraba bien.
Pero no. No fue un sueño. Viví lo que viví y ví lo que ví. Mi padre vino a darme un poco de serenidad y mucha tranquilidad. Lo sé, porque sentí el mismo frío que sentía él a pesar de hacer un calor espantoso.
Y es que cuando se nos muere alguien a quien amamos por encima de todas las cosas y con quien tenemos unos lazos que van más allá de cualquier dimensión, hay ciertas visitas que son obligadas, porque de no hacerlas, morirían matándonos. Última prueba de amor.